“Una vivencia originada por una situación casual y momentánea no tiene ninguna oportunidad para obtener una fuerza y una eficacia posteriores. (…) a este estrato pertenecen todas las vivencias difusas, poco desarrolladas, que pasan esporádicamente por nuestra psique, así como los pensamientos y las palabras fortuitas y ociosas.Todos ellos representan los abortos, incapacitados para vivir, de las orientaciones sociales, las novelas sin héroe y exposiciones sin auditorio.”
Voloshinov, 1927
Aristóteles y Cicerón diseñaron modelos ideales de discusión, tácticas, estrategias, enormes compendios de figuras y recursos lingüísticos. La técnica de la discusión es análoga a la del ajedrez: el jugador debe mover sus piezas como si delante de él tuviera a Anatoli Karpov, debe valerse de las herramientas más sofisticadas. Los jugadores de ajedrez de mi condición, los pésimos, no poseen una verdadera estrategia. Se valen apenas del conocimiento del reglamento y la estupidez del rival. Sólo esperan el error ajeno para atacar. Parece trivial describir tales canalladas, pero lo cierto es que la mayoría de los jugadores de ajedrez del mundo hacen esto. La bibliografía oficial no lo registra, debido al afán de describir la excelencia. Pero los malos siempre seremos más que los buenos.
El sólo acto de hablar le basta a cualquier persona para imponer sus razones. Serán insolventes, serán necias, pero se elevarán sobre la enorme masa silenciosa que es, casualmente, la mayor parte de la población mundial. Las causas de este silencio son múltiples: prohibiciones, sometimiento, pereza, indiferencia. Así es como los habladores, digan lo que digan, dominan a los silenciosos, hablan por ellos y sólo son derrotados en los minúsculos espacios en los que se discute en serio. Insistimos con la analogía: pensemos cuántos de nosotros hemos jugado alguna vez al ajedrez y cuántos se han enfrentado a Karpov.
Casi ningún proyecto de discusión prospera. El individuo propenso a fomentar la discordia con argumentos provocadores se encontrará una y otra vez con respuestas inconsistentes o expresiones de desgano, cuando no con bostezos o referencias al clima.
Para algunos, toda idea que se expone es el comienzo de una argumentación, o bien quien la enuncia retoma una argumentación perpetua. Siguiendo este pensamiento, cabe afirmar que siempre estamos argumentando –a favor de nosotros mismos. Pero estas construcciones incipientes son insuficientes para desarrollar una verdadera discusión, para la que resulta imprescindible que existan al menos una idea claramente delimitada y dos posturas con respecto a esa idea. He aquí la razón por la que la discusión es infrecuente: pocas veces hay una idea, la mayoría de las veces no hay ninguna.
Siguiendo a Lakoff y Johnson, que señalaron que la naturaleza violenta de toda discusión proviene de una metáfora bélica (“Una discusión es una guerra”), uno podría pensar que el fin de las discusiones (o de las guerras) ha de ser el consenso. No; el fin de las discusiones está en el agotamiento de los argumentos antagónicos. La paz del mundo hay que buscarla en la muerte de la imaginación.
Es verdaderamente conmovedor ver a la gente que día a día se empeña en no pensar, con el único fin de no fomentar la controversia.
Fuentes
LAKOFF, G. y JOHNSON, M. (1998): Metáforas de la vida cotidiana. Madrid: Cátedra.
VOLOSHINOV, V. (1992): El marxismo y la filosofía del lenguaje. Madrid: Alianza, p. 129.